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DOMINGO III DE PASCUA

Quiero compartir este gozo con todos vosotros, en estos momentos de desolación de la pandemia, y proclamar que la cruz, la muerte, la enfermedad, el dolor, la desolación, la losa sepulcral, la ruina, no tienen la última palabra: la última palabra la tiene Dios que ha resucitado a su Hijo de entre los muertos y ha retirado ya la losa opresora, porque nos quiere con su amor sin medida: Es amor y el amor vence siempre, ya ha vencido. Verdaderamente ha resucitado el Señor, el crucificado, atrapado por la muerte pero no vencido por ella, y vive. Esta es nuestra esperanza que humildemente, como don de Dios,

se la ofrezco a todos y para todos pido. ¿Qué hemos de hacer? Desde aquí grito: volvamos a Dios, abramos las puertas a Cristo que vive. Desterremos de nosotros, la indiferencia, el egoísmo, la división y olvido (Francisco). Abramos las puertas a Cristo, abran las puertas de los Estados, de la sociedad, de la cultura, de las familias, de los hombres todos, singularmente los afligidos y miedosos, a Jesucristo; sólo Él sabe lo que hay en el corazón de los hombres. Es la hora de la Pascua, es Ia hora de la esperanza que no defrauda. Es necesario que fluya esta corriente de esperanza, que se contagie esta esperanza que se nos ofrece en la Pascua y trabajemos juntos unos por otros y con otros en el próximo futuro. Es posible un nuevo futuro, pero cambiemos, no olvidemos lo fundamental y primero: Dios y su amor, su apuesta por el hombre, y su predilección por los pobres, enfermos y vulnerables.


 
 
 

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